La Niebla Herida by Joaquin M. Barrero

La Niebla Herida by Joaquin M. Barrero

autor:Joaquin M. Barrero
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2010-07-28T23:00:00+00:00


DIEZ

Julio 1959

La avioneta sobrevoló los inmensos tepuyes que brotaban de la umbrosa selva como ciclópeos centinelas de un mundo extraño implantado por fuerzas externas. Las corrientes de aire bamboleaban el frágil aparato. El experto piloto, de unos cincuenta años y procedente de la fuerza aérea, hizo un guiño a su pasajera.

—No se me apure, joven; como que es lo normal en estas fechas.

Era la temporada de lluvias en la Guayana venezolana y, aunque la mejor para ver las cataratas en todo su esplendor, las nubes, como inmensas bolsas de algodón, se enganchaban en las cimas planas ocultando el paisaje. Sobrevolando el Auyantepuy, el Churun Merun en aborigen, que significa la Montaña del Diablo, porque allí habita Canaima, el genio del mal, el aviador dijo:

—No es posible ver bien lo que hay abajo, en la cima. Es la tercera vuelta y no hemos avistado ninguna tienda ni humo de fogata. Ahorita sí que agotamos el tiempo. Hemos de volver. Tendrá usted que subir por tierra, señorita. Una buena caminata.

—¿Cómo se puede subir por esos acantilados cortados a pico?

—Hay uno o dos caminos intrincados. Los nativos los conocen. Pero la escalada es arrecha.

Catia Pertierra siguió mirando con los potentes prismáticos checos, intentando encontrar indicios de algo ajeno a las fantasmagóricas formas naturales.

—¡Allí! —dijo, señalando.

La blanquecina estructura de un pequeño avión apareció como una mota disconforme con el paisaje antediluviano para ser tapada enseguida por una nube impertinente.

—Es el Flamingo de Ángel, el gringo que descubrió el Salto. Algún día alguien tendrá que sacar ese trasto de ahí. Ahora hemos de revocar la búsqueda.

Catia recordó que Jimmie Angel, quien en 1935 había visto la catarata mientras buscaba un fabuloso río de oró, intentó aterrizar en la mesa con su monoplano de nombre Río Caroní, en otoño de 1937. El aventurero lo consiguió, pero el avión se clavó en un lecho pantanoso. El y sus acompañantes tuvieron que bajar caminando hasta la misión Kamarata en un viaje arriesgado y fatigoso que les llevó dos semanas. El aparato quedó ahí desde entonces. Catia miró cómo el tepuy desaparecía debajo de ellos y se encontraron volando sobre el aterrador abismo donde el verde negruzco se protegía con soplos de algodón. El avión dio una vuelta delante del Salto de Ángel, el chorro de agua más alto del mundo, más de veinte veces las cataratas del Niágara, casi un kilómetro de caída. Era un espectáculo soberbio, con el rugido de la tromba amplificado por las paredes de la tremenda y plana montaña. La cola del salto se perdía en la niebla, pero ella sabía que caía sobre el río Carrao, aguas que navegaban hacia el norte para unirse al Caroní por su margen derecha y formar el inmenso lago Canaima, nombre tomado por el pequeño pueblo donde se bañaba y a cuyo aeródromo se dirigían ahora. Como había dicho el piloto, tendría que buscar a Chus por tierra. No sería fácil porque no había caminos ni estructura para el turismo. Esas selvas impenetrables, casi en penumbra porque



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